Aunque vivimos en un mundo tecnológico cimentado por el increíble desarrollo científico de los últimos siglos, nuestros cerebros de primate siguen tomando decisiones en base a los mismos procesos lógicos que tan bien les funcionaron a nuestros antepasados en esa sabana ancestral, de la que desgraciadamente ya solamente queda un cada vez más borroso recuerdo. Y es por ello que en demasiadas ocasiones nuestras ataduras evolutivas nos hacen despreciar las herramientas científicas, de tal manera que la mayoría de los humanos siguen (o seguimos) tomando las importantes decisiones que nos impone el siglo XXI como si de un aislado grupo de cazadores-recolectores se tratara.
7.000 millones de personas interaccionando entre ellos y con el planeta y resulta que seguimos repitiendo una y otra vez los patrones de comportamiento de nuestro más lejano pasado, esos que nos mantuvieron vivos durante cientos de miles de años, eso sí en un entorno nada parecido al actual y en donde la experiencia inmediata del propio individuo o de aquellos pocos miembros de su muy limitado clan era todo lo que tenía el grupo para su supervivencia. Y resulta que ahora, en la época del más que explosivo conocimiento atesorado por nuestra especie gracias al simple pero efectivo método científico, ante cualquier toma de decisiones seguimos (como buenos primates sociales que somos) dando absoluta prioridad a ese evento único que nos ocurrió a nosotros en nuestra infancia o a lo que nos cuenta nuestra prima, ese compañero de trabajo más que simpático o nuestro siempre servicial vecino del cuarto, tal y como muy bien expone el ejemplo del psicólogo cognitivo de Stanford Amos Tversky que (como lo narra el neurocientifico Daniel Levitin en su último libro “The organized mind“) fue el protagonista de esta historia desgraciadamente demasiado habitual:
Un colega del Dr. Amos Tversky fue a comprar un coche nuevo habiendo hecho un gran esfuerzo previo de investigación. A través de pruebas independientes diversos estudios de revistas especializadas habían mostrado que los automóviles Volvo se encontraban entre los coches mejor construidos y más confiables en su clase. Diversas encuestas de satisfacción, basadas en decenas de miles de clientes, mostraron que los dueños de los productos Volvo estaban muy contentos con su compra después de varios años de uso. El gran número de personas encuestadas en estos estudios eliminaba la posible influencia de sesgos o anomalías individuales, como que un vehículo específico resultara excepcionalmente bueno o malo. En otras palabras, un análisis como este tenía la suficiente legitimidad estadística y científica para ser tenido en cuenta a la hora de tomar una decisión. Este análisis representaba un resumen fiable de la experiencia de la media de compradores y era una buena estimación de lo que sería la propia experiencia del interesado.
Posteriormente el Dr. Tversky se volvió a encontrar con su colega en una fiesta y le preguntó cómo iba su compra del automóvil. El colega había decidido en contra de Volvo comprar un coche de una marca diferente que presentaba una valoración inferior. Amos Tversky le preguntó qué le había hecho cambiar de opinión después que toda su investigación previa señalara a Volvo. ¿Fue que no le gustaba el precio? ¿Las opciones de color? ¿El estilo? No, no era ninguna de esas razones, dijo el colega. En su lugar, argumentó el compañero, se había dado cuenta de que su cuñado había sido propietario de un Volvo y que siempre estaba en el taller.
Y este sencillo ejemplo muestra muy a las claras porque en el mundo del método científico, de las estadísticas y de los análisis racionales y razonados, pasados por el filtro del análisis de datos masivo, millones de personas que se consideran inteligentes, sagaces y perspicaces siguen aferradas a los más variados disparates pseudomédicos o son directamente carne de cañon de las más disparatadas estafas y engaños.
Y el problema no es que como el protagonista de esta historia acabemos comprando un vehículo un poco peor, algo más caro o que contamine algo más sino lo que es muchísimo más preocupante, que nuestros gobernantes, esos que tienen que tomar decisiones importantes que al final influyen en el bienestar de todos los ciudadanos (muchas veces con efectos que se acaban sintiendo durante décadas) no sean capaces de sobreponerse a esos sesgos impresos en nuestro ADN y dejarse aconsejar de manera profesional para que no pase como lo ocurrido con el actual presidente del gobierno español, el cual no hace no tanto tiempo demostró de la manera más palpablemente ignorante que en la toma de decisiones sigue siendo poco más que un pobre e ignorante primate de la sabana africana, ya que cuando su primo le aseguró que miles de científicos se equivocan pues muy desgraciadamente el resultado está meridianamente claro: cerebro primate 1, cerebro racional 0 y a tomar vientos el cambio climático, las vacunas, el estudio del SIDA, los medicamentos y lo que se tercie. Y menos mal que España no tiene arsenal atómico, porque imaginen a Obama o a Putin decidiendo sobre la conveniencia o no de desencadenar un holocausto nuclear basándose en la experiencia de su yerno o los comentarios de su panadero sobre la superpotencia contraria y la geopolítica mundial.
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